A cualquiera que haya estudiado árabe en España le habrán preguntado alguna vez por qué (o más probablemente "cómo es que te ha dado por ahí") y con más motivo si lo que ha estudiado es Filología Árabe y para colmo vive de ello, como es mi caso. Porque si dedicarle a este idioma horas y horas de estudio suena raro, qué decir si lo que uno pretende dedicarle es toda la vida (al menos la profesional; aunque no todo el mundo elija una carrera como
Filología Árabe —ahora
a punto de desaparecer con la implantación del
Espacio Europeo de Educación Superior— pensando en ganarse la vida con ella). Tarde o temprano, en fin, llega la pregunta.
Hay quien no tiene dificultad en responder porque, más que elegir,
ha sido elegido, como señalaba
en una entrada anterior; es decir, quien ha llegado al árabe (o al arabismo, más bien) como podía haber llegado a otro sitio, al tuntún, y se ha quedado porque le han dicho que
valía. Pero hay también, naturalmente, quien decide aprenderlo sin que nadie le incite a ello, y en ese caso hay respuestas que satisfacen inmediata y definitivamente (del tipo "porque creía que tenía muchas salidas", "porque quiero ser espía", "porque mi marido es libanés", "para leer esto o aquello") y otras que no acaban de convencer, ni siquiera a uno mismo, o simplemente dejan la cuestión en el aire ("porque me gusta", "porque me atrae", "por vocación").
Kinda Kharman y Salvador Peña realizaron en 1991 una encuesta a 450 estudiantes de árabe españoles (más de un 60% de ellos en la universidad),
siguiendo el ejemplo de R. Kirk Belnap, y en el apartado relativo a las motivaciones hallaron que "generalizando, nuestros estudiantes reconocen haberse acercado al árabe bien por una curiosidad más o menos imprecisa bien por puros requerimientos académicos" (un 24,4%, frente a un 2,2% que lo hacía "para comunicarse", mientras que el resto aducía motivos de gusto, interés o curiosidad por la lengua, su exotismo e importancia, etc.): unas razones que, además, seguían siendo las mismas a la hora de continuar los estudios. A Kharman y Peña les llamaba la atención, por otro lado, "la ausencia de motivaciones más pragmáticas" (relacionadas con las posibles salidas profesionales del árabe), pero yo diría que desde entonces, por lo que contestan cada año mis alumnos, han ido ganando terreno. Porcentajes y conclusiones muy similares arrojaba, por otra parte, una encuesta que Aram Hamparzoumian, de la
EOI de Málaga, realizó en 2002 a 360 participantes, y que el autor ha puesto amablemente a nuestra disposición en
este enlace.
Teóricos del aprendizaje de lenguas extranjeras como
Robert C. Gardner y Wallace E. Lambert han hablado de
motivación instrumental y motivación integrativa, y no es de extrañar que las respuestas más precisas se ajusten fácilmente al primer tipo y que las
más vagas, por su parte, coincidan de algún modo con el segundo, que según dice Gardner en varios de sus trabajos, como en
éste de 1985, es la motivación de aprender una segunda lengua por los sentimientos positivos que se tienen hacia la comunidad que la habla (p. 82-3), o incluso, como señala en
este otro de 2001, por un deseo o disposición a identificarse con la otra comunidad lingüística (p. 9), en este caso la árabe, que
de tan poca simpatía goza en la sociedad española, y lo que es peor, incluso entre los más jóvenes (por ejemplo, a un 63,5% de los 10.507 escolares
encuestados por el CEMIRA en 2008, entre los 14 y los 19 años, le molestaría casarse con un/a marroquí, y un 39% desearía "que les echaran de España").
Lo interesante en el caso del árabe en España es que la mayoría de los estudiantes se inician en él sin haber tenido jamás, o sólo muy esporádicamente, un contacto personal con hablantes del idioma, y no pocos continúan sin tenerlo (y sin buscarlo) a lo largo de sus estudios, en lo que resulta una curiosa
indisposición a comunicarse (
unwillingness to communicate). Hamparzoumian explicaba en la encuesta mencionada este desinterés aparente en términos de "ansiedad": la que produce el mundo árabe en Occidente y que se traduce en "una voluntad de acercamiento intelectual, más que vital y de contacto humano hacia esta cultura", que se tiñe incluso de un "cierto componente de xenofobia hacia sus individuos".
A partir de esta hipótesis de trabajo cabe preguntarse si no sería necesario extender el modelo de Gardner para dar cuenta de un tipo distinto de motivación, en la que el objeto de los
positive feelings no son los hablantes, que pueden llegar a serlo de todo lo contrario, sino más bien la imagen que se tiene de
su cultura, idealizada y reforzada por un ánimo de
ir a contracorriente; o si por el contrario, y a tenor sobre todo de los resultados generales, no estaríamos ante un ejemplo de motivación irrelevante y sin efecto positivo sobre el proceso de aprendizaje, puesto que no sólo no favorece la disposición a comunicarse sino que llega a coartarla, por cuanto desmerece a los hablantes nativos, percibidos a menudo como herederos pródigos y casi ilegítimos de dicho acervo. En este sentido llega a darse el caso, p. ej., de que el uso del árabe nativo (dialectal) se contempla con irritación e incomprensión, como si el arabófono estuviera obligado a respetar invariablemente una norma lingüística que el estudiante ha asumido como
universal, sin serlo. Y como éste, tantos otros ejemplos que van más allá del «لماذا تأخر المسلمون ولماذا تقدم غيرهم» de
Chekib Arslan (شكيب أرسلان), el
malheur arabe de
Samir Kassir (سمير قصير) y cualquier otra reflexión
émica sobre
la decadencia de los árabes, y tienen su origen en un legado distinto, el del orientalismo.
Volviendo a Gardner y su concepto de
integratividad, conviene decir que
Czisér y Dörnyei (2002) lo han puesto ya en tela de juicio, especulando (p. 456) que:
The term may not so much be related to any actual, or metaphorical, integration into an L2 community as to some more basic identification process within the individual's self-concept.
Lo cual puede interpretarse, a mi modo de ver, en el sentido de que lo relevante no es si el individuo desea o no integrarse en la otra sociedad, sino la relación que establece, de identificación personal, con la lengua de ésta o lo que la rodea. Eso explicaría que a veces se observen, como hace Hamparzoumian en su investigación, actitudes en apariencia contradictorias, entre la sublimación de una cultura árabe ad hoc y el desapego, cuando no desafecto, hacia los árabes de carne y hueso. Pero además, y lo que es más importante, esa motivación más
identificativa que
integrativa, que sugieren Czisér y Dörnyei, daría cuenta también de los casos en los que sí hay disposición a comunicarse y buenos resultados en términos de competencia. El siguiente paso, por tanto, sería determinar qué tipo de identificación (y con qué exactamente) conduce a una verdadera motivación, positiva, y cuál puede resultar, por el contrario, en una
amotivación como la que sufren muchos estudiantes de árabe, con independencia de los obstáculos a los que se enfrentan todos.