5 de septiembre de 2013

Una casa empezada por el tejado

Hace poco me sugería Renata Vázquez, la autora del blog Renostan Azad (رنوستان آزاد), que preparara una entrada acerca de las dificultades que he encontrado como estudiante de árabe (es decir, desde 1990 hasta ahora), siguiendo el ejemplo de esta suya a propósito de sus avances con el turco, y tratando de responder, al mismo tiempo, a por qué en el caso del árabe, siendo probablemente una lengua extranjera más estudiada, no abundan relatos como el suyo: en su opinión, si escasean es "porque a nadie le gusta admitir que hubo un día que fue novato y lo pasó mal". Pocos son sin embargo, conjeturaba yo para mis adentros, los que han dejado de pasarlo mal y se atreven a hablar de avances, empezando por mí mismo, que, aunque haya quien quiera dudarlo, me considero parte de lo que critico (en qué medida es a otros a los que les corresponderá juzgarlo).

Sobre qué me animó a estudiar árabe y, lo que es más importante, a seguir estudiándolo, he escrito ya algo. Lo que sigue a continuación es un mapa de baches y el relato, a grandes trazos, de cómo he tratado yo de sortearlos o amortiguarlos.

Para empezar, el árabe como lengua extranjera se ha enseñado tradicionalmente con el único fin de capacitar a los alumnos para traducir textos con la ayuda de diccionarios, de manera que una vez explicadas las reglas básicas de la lengua normativa no se avanzaba más, puesto que apenas había otros conocimientos o destrezas que desarrollar: tanto el vocabulario como las sutilezas gramaticales estaban siempre al alcance, gracias a diccionarios y otras obras de referencia, y era la práctica de la traducción la que los hacía, supuestamente, más o menos necesarios. La certeza constante, sin embargo, de que saber un idioma es otra cosa, y de las propias limitaciones de esta propedéutica de la traducción, desembocará, por otra parte, en el subterfugio de que el árabe jamás se llega a aprender (en el sentido de que nadie es capaz de abarcar todo su vocabulario, reglas y excepciones), con el que se pretenden confundir competencia y omnisciencia, pero que deslíe ante todo la idea de progresión. Hasta la reciente irrupción, caótica, del MCERL no hay niveles: sabe más el que más puede prescindir de diccionarios y gramáticas al traducir, no aquel cuya competencia comunicativa más se acerca a la de un hablante culto. Ni siquiera el aprendizaje del árabe nativo (dialectal), imprescindible y cada vez más ponderado pero en general ausente de los planes de estudio, se contempla como un paso adelante, sino como una alternativa que cada cual es libre de tomar o no, por su cuenta y riesgo. Así es cómo la lengua no nativa, la menos inmediata y espontánea, la del acervo escrito, el llamado árabe más grandilocuente (العربية الفصحى), prima sobre la que aconsejaría un enfoque comunicativo, en lo que Karin Ryding denomina "reverse privileging".

Sirva lo anterior para anticipar que la primera dificultad a la que se enfrentaba un estudiante de árabe como yo era, y sigue siendo en muchos casos, una consideración caduca y viciada de la lengua y su didáctica que confundía y dejaba inerme a cualquiera que aspirara a manejarla como una lengua extranjera más. En mi caso, al simultanear los estudios de Filología Árabe con el de esta misma lengua en un centro de idiomas universitario, de la mano de un profesor nativo, iraquí para más señas, tuve al menos la oportunidad de atisbar desde un principio las diferencias entre un árabe y otro, abismales en el caso de la pronunciación y la práctica en el aula, aparte de que, de ese modo, recibía seis horas de clase de árabe a la semana, en lugar de las tres contempladas en el cicatero plan de estudios de mi especialidad.

Egipto, 1994: un curso desastroso
De aquellas clases vespertinas me ha quedado cierta tendencia, sobre todo cuando leo en voz alta, a pronunciar los fonemas جيم y ضاد / ظاء a la iraquí (es decir, africado el primero y fricativo, incluso algo lateral, diría yo, el segundo), cosa que choca en alguien cuyo árabe, por lo demás, suena norteafricano. Esta anécdota me remite a la otra gran dificultad con que se topa el estudiante, esta vez dentro y fuera del aula: el concepto mismo de lengua árabe, que engloba tanto a la documentada en la Península arábiga desde antes del siglo VII d.C. como a las habladas hoy en lugares tan distantes como Marruecos e Iraq, con diferencias que pueden desconcertar tanto como las similitudes. 

La dificultad, sin embargo, hablando con propiedad, no estriba en que toda esa variedad exista, cosa que no es privativa del árabe, sino en cómo se aborda o, mejor dicho, en cómo no se aborda y queda uno, por tanto, expuesto a ella: árabe de arabista por las mañanas, árabe normativo de iraquí por las tardes, marroquí en varios sabores, a ratos sueltos y en un par de veranos, cairota y palestino en los siguientes... y así hasta que al cabo de cinco años, acabada la carrera, surgían las primeras oportunidades de estudiar varios meses seguidos en un mismo lugar, que tal vez no habías pisado nunca, y en el que, con suerte, desembarcabas chapurreando un batiburrillo extraño del que ya a duras penas consigues desembarazarte, y nunca del todo, porque cuando por fin es un solo árabe el que practicas diariamente, la vida puede llevarte a otro: en mi caso, del tunecino al marroquí, que, para bien o para mal (habida cuenta de las posibles transferencias), no distan demasiado. Prestar desde el principio una atención intensiva a un dialecto en particular (el que cada programa de estudios considere más apropiado, como se hace ya en algunos) ayudaría a poner cada cosa en su lugar: la variación continuaría ahí, pero el alumno la percibiría de un modo más parecido a como lo hace un nativo. Importante además, me parece, es ser consciente de que cualquier dialecto (voz empleada aquí estrictamente en su 1ª acepción) es, desde el punto didáctico, amén del lingüístico, una lengua con todas las de la ley, cuyo aprendizaje requiere no menos dedicación que el de la normativa (con el que idealmente debería fundirse) o cualquier otra extranjera. Iniciarse por medio de algún curso intensivo, cuando es hacedero, en vez de como autodidacta, puede ahorrar mucha confusión, tiempo y esfuerzo, máxime si es el primer dialecto con el que se tiene contacto.

La mayoría de los estudiantes de árabe nacemos y crecemos en una casa empezada por el tejado que no deja de venirse abajo, y si conseguimos levantar otra algo más firme suele ser sin plano, arrumbando escombros y expoliando materiales de aquí y de allá. No suele haber además, salvo la propia intuición o el ejercicio de compararse con otros en las mismas circunstancias, medio de saber si lo estamos haciendo bien o mal, por falta, como ya he adelantado, de una evaluación fiable, incluso ahora que existen guías como las del MCERL o las del ACTFL en EE.UU. En ese contexto, las generosas calificaciones que se obtienen a veces han de recibirse con prudencia, ya que pueden tanto motivar como convertirse en cantos de sirena.

Examinadas las principales dificultades, ¿cómo hacerles frente? (No digo ya superarlas.) Yo, a la primera, tratando de adquirir la formación (y la visión) didáctica que no tenían mis profesores y adoptando una conciencia crítica del lenguaje, "una reflexión", resume José Manuel Vez, "más orientada hacia una toma de conciencia sobre la forma en que las lenguas desarrollan ideologías y relaciones de poder que hacia una presentación decorativa de la lengua objeto de aprendizaje" (Fundamentos lingüísticos en la enseñanza de lenguas extranjeras, Barcelona, 2000, p. 219-220). De ahí a entender por qué te enseñan como te enseñan, y no como parecería más razonable, sólo hay un paso. A la segunda, encogiéndome de hombros y considerando que el peor batiburrillo era preferible a lo que me habían enseñado. Para cuando Internet comenzó a arabizarse, tímidamente, a finales de los años 90, yo llevaba ya casi diez años estudiando árabe, y las ocasiones de practicarlo en mis circunstancias no eran tantas como para renunciar a un árabe en favor de otro. Escuchar música árabe requería disponer de casetes que o te comprabas in situ o te pasaba alguien, y que raramente incluían las letras, recopiladas en el caso de los intérpretes más célebres en cancioneros aparte. Prensa, fundamental entre otras cosas para estar lingüísticamente al día, leías la que llegaba a tu ciudad y rascándote el bolsillo, siempre que no se agotaran antes los ejemplares (que yo sepa, la biblioteca del área de Estudios Árabes de mi universidad no estaba suscrita a ningún periódico); y un receptor de onda corta fue el regalo de graduación que me hicieron mis padres, para que escuchara emisoras árabes. Si algún nativo se tomaba la molestia de charlar contigo en árabe era con gran paciencia, debido al abismo entre su fluidez en español y la tuya en árabe, y raramente en su dialecto, del que no tenías ni idea, con lo que sólo a fuerza de mucho trato, de presenciar conversaciones ajenas y de documentarte por tu cuenta (en una biblioteca donde tampoco abundaban las obras sobre dialectología) podías llegar a sacar algo en claro, y ello si el interlocutor no mostraba, para colmo, cierta indisposición a exponerte a un árabe distinto del que debe aprender un extranjero o a concebir siquiera que pueda interesarte (cf. a este respecto la conversación transcrita por Dominique Caubet en su L'arabe marocain. Tome II, París-Lovaina, 1993, p. 320 y ss.). 

No había muestra de árabe, en definitiva, que no mereciera mi atención, a no ser las películas que nos ponían de vez en cuando durante la carrera, en vídeo, sin explotación didáctica alguna, y que los propios profesores, sospechábamos, no entendían mucho mejor que nosotros. Al cabo de los primeros minutos uno estaba ya saturado y, lo que era peor, angustiado por tantas certezas acerca de aquel presente como incertidumbres acerca del futuro, que ha resultado no ser tan lúgubre como pintaba.

Decisivo para mí, y toda una experiencia, desde luego, fue poder estudiar en un país árabe lo antes posible, el verano siguiente al primer curso académico, porque hay quien descubre tarde cómo es el árabe de verdad. Yo lo hice en sazón, creo, confirmando mis ganas de aprender aquello, y además descubrí un país que me marcó entonces y que, de un modo u otro, no ha dejado de hacerlo: Marruecos. No recuerdo haber aprendido gran cosa de marroquí, aparte de algunas expresiones sueltas y una canción que estudiaban unos compañeros de otro curso y que memoricé sin comprender muy bien, de Abdessadek Chekara (عبد الصادق الشقارة), pero sí recuerdo mi perplejidad, a lo que se ve motivadora, ante aquel otro árabe, distinto al del aula, y con tal viveza que en parte la conservo asociada a momentos o escenas concretos, como me sucede con algunas palabras que he aprendido, tanto en árabe como en otros idiomas.


Me veo, p. ej., contemplando a una señora de la limpieza que baldeaba la entrada a nuestro bloque en la residencia de la ENS de Martil, invitando a salir a una alumna que no sabía si pisar o no el suelo recién fregado, con un «خرجي، خرجي» que entendí, pero cuya vocalización, comparada a la del «اخرُجي» normativo, me desconcertó, como los «آجي» de las madres en la playa, precedidos o seguidos del nombre de la criatura de turno que se aleja, imperativo evidente también, como el anterior, que, sin embargo, parecía una 1ª persona singular del presente y en nada recordaba al تعال de las clases. Me veo igualmente, ingenuo de mí, tratando de descifrar el egipcio de mi primer casete/canción árabe durante las horas muertas de la siesta: no hay como las canciones para hacerse con un idioma en dosis razonables, modulares y fáciles de almacenar. Son, en más de un sentido, el IKEA de las lenguas extranjeras.

Yo en general, ahora que lo pienso, he sido algo temerario en la selección de mis objetivos, particularmente en el ámbito de la lectura. Como Renata, elegía títulos que no estaban a mi alcance, en parte porque entre ellos y la literatura para niños, a veces realmente pueril, no encontraba un termino medio (crestomatías a lo sumo, pero no verdaderas lecturas graduadas). Fue gracias a una asignatura de literatura árabe que había en 3º de carrera como hallé el modo de aprovecharlos. El programa no exigía en absoluto manejar textos originales, salvo los de un cuadernillo fotocopiado que nos facilitaba la profesora para que tradujésemos en casa y revisáramos en el aula; pero sí obligaba, en cambio, a presentar trabajos monográficos, de modo que durante una estancia en Tetuán me compré tres novelas del argelino Abdelhamid Benhedouga (عبد الحميد بن هدّوقة), que ya tenía una, «ريح الجنوب», traducida al español por Marcelino Villegas (El viento del sur, Madrid, 1981), e ideé la forma de ir leyéndolas durante el curso: tomar nota aparte de cuanto iba entendiendo para ayudarme a seguir la trama, y del vocabulario indispensable y recurrente para luego decidir si lo buscaba en el diccionario o ver si era capaz de deducir su sentido en páginas sucesivas. Hoy esas novelas están, curiosamente, entre las pocas que no tengo subrayadas, anotadas, etc., porque enseguida dejé de perder el hilo y pasé a prescindir de los cuadernos: «العلم في الرأس وليس في الكراس». Ser algo ambicioso, en fin, sobre todo si es guiado por la curiosidad, no tiene por qué ser contraproducente, siempre que los reveses, inevitables, se encajen bien. Y tampoco es que yo lo haya sido siempre; no, por poner un ejemplo, carteándome con todo el que a mi alrededor se prestaba a ello o intentando mejorar mi letra lo antes posible.

La expresión escrita y la manuscritura, entendida aquí como la capacidad de leer la letra manuscrita nativa y producir una similar, y a las que hoy habría que añadir, definitivamente, la mecanografía, eran destrezas también ausentes, como las orales. Pocos ejercicios, sin embargo, tan útiles como escribir y leer cartas personales para hacerse con lo idiomático. Quien no tenga de quién, puede comenzar, p. ej., con las de Ghassan Kanafani (غسان كنفاني) a Ghada (y no "Ghadat", como transcriben algunos colegas, creyéndolo tal vez un مضاف) Al-Samman (غادة السمان), publicadas en Beirut por دار الطليعة en 1992; o las de Mahmoud Darwish (محمود درويش) y Samih al-Qasim (سميح القاسم), por دار عربسك en Haifa, en 1989. Y quien no tenga a quién siempre tendrá una conexión a Internet y forma de encontrarlo, como antes se hacía a través de anuncios y asociaciones para establecer amistades por correspondencia.

"Hay que saber utilizar la red", dice Renata, "como una herramienta", y no le falta razón, como en el resto de sus consejos, pero en el caso del árabe lo cierto, he creído siempre, es que si hay una asignatura pendiente que suelen arrastrar los estudiantes no es la informática, sino la sociología; y temo que las pantallas, en este sentido, pueden reducir tanto como aumentar una distancia para muchos invisible. Aram Hamparzoumian ha dicho, y no puedo coincidir más con él, que "las dificultades del árabe para los no arabófonos son de origen socio-cultural más que lingüístico" ("La enseñanza del árabe como segunda lengua", Actas de las Primeras Jornadas-Debate de Arabismo, Granada, 1986, p. 51). Cabría aclarar además que, como sucede con la lengua, esa distancia no se salva acumulando conocimientos descriptivos, aunque sean de gran ayuda, en este caso sobre las sociedades árabes, sino arrimándose. Pero no se entienda esto último como un consejo, una fórmula original o la clave del éxito: en mi opinión, fundada tanto en mi experiencia como en los casos que conozco, se trata ante todo de una de una condición sine qua non que se da o no se da, de una disposición que se tiene o no se tiene; indispensable, creo yo, para alcanzar una competencia avanzada, pero no suficiente ni, por supuesto, meritoria en modo alguno.