22 de septiembre de 2015

Overton defenestrado

Sería difícil determinar en qué momento se manifiesta por primera vez la convicción de que saber árabe, y por tanto aprenderlo y enseñarlo como lengua extranjera, supone algo más que conocer el árabe llamado clásico, adjetivo este que, como repite Pierre Larcher, remite, al menos en francés, tanto a su prestigio como a su condición de norma escolar («classique» = «qui s'enseigne dans les classes», v. "L'interrogation en arabe classique", Annales Islamologiques, 31, 1997, p. 109). Ya he mencionado en más de una ocasión a El-Tantavy (الطنطاوي), a Louis-Jacques Bresnier o a George Sarton, cuyos "Remarks on the Study and the Teaching of Arabic" (en The MacDonald Presentation Volume, Princeton, 1933, p. 333-347) son probablemente de lo mejor que se ha publicado, dentro o fuera de los EE.UU., sobre la situación de la enseñanza del árabe como lengua extranjera y los prejuicios que dominan, hoy como entonces, en este ámbito. Para este químico y matemático de origen belga, al que se tiene por padre de la historia de la ciencia, resulta evidente que (p. 335):
The best if not the only way to learn how to speak and write Arabic is to study it with educated people who speak and write it naturally. That is, one must learn the spoken language of today, or more correctly, one of the forms of it, the dialect (or dārij) of this or that country. A western student may perhaps insist in the beginning on speaking classical Arabic (or what he fondly imagines is classical Arabic!) but he will find nobody to speak it with him in a natural way; he might as well insist on speaking Elizabethan English. It cannot be done, at least not naturally.
Ochenta y tres años después (Sarton redacta sus observaciones en 1932, un año antes de su publicación), el paisaje de ideas aceptadas o aceptables en este terreno, a modo de particular ventana de Overton de la enseñanza del árabe como lengua extranjera, es poco más o menos el que retrata la entrada que le dedica al árabe la Routledge Encyclopedia of Language Teaching and Learning:
Diglossia, i.e. the co-existence of Standard Arabic and dialect throughout the Arab world, presents learners with a number of choices. If they require limited oral communication skills for a particular area, they need only learn the dialect of that area. If they want to deal with official written communication, it is sufficient for them to learn Standard Arabic. Anyone who wants a general command of Arabic, however, needs to learn both Standard Arabic and at least one Arabic dialect. Here two general teaching strategies can be identified. The first involves teaching Standard Arabic and the chosen dialect separately. Students typically learn to read, write, listen and speak in Standard Arabic, and to listen and speak in a dialect. This engenders a number of register anomalies. For example, students learn to engage in everyday conversation in Standard Arabic—something which even highly educated Arabic speakers may not be able to do. The approach does, however, allow the four basic language skills to reinforce one another, and gives students a sense of confidence in using Standard Arabic.

The alternative strategy of teaching Standard Arabic and a dialect together has the advantage of allowing teachers and learners to reproduce register norms in Arabic directly. Students read a passage in Standard Arabic, but discuss it in a dialect. They also learn to develop a proficiency in mixing dialect and standard language when appropriate. The potential disadvantages are twofold. First, students may fail to get sufficient oral reinforcement in Standard Arabic, leaving them with a command of the language which is overoriented towards the written form. Second, they are required to learn two languages at once, with a correspondingly greater likelihood of confusion. The 'integrated' Standard Arabic plus colloquial approach has been used in both the United States (Younes, 2006:157-68) and Britain, notably at B.A. level at the University of Cambridge, and M.A. level at the University of Edinburgh.
---James Dickins, s.v. 'Arabic', en Michael Byram y Adelheid Hu (eds.), Routledge Encyclopedia of Language Teaching and Learning, Routledge, 2013, p. 42-43.

Donde llaman la atención varias cosas: para empezar, que estudiar sólo un tipo de árabe continúe contemplándose como una opción no ya posible, que por supuesto lo es, sino recomendable más allá de fines muy particulares. No deja de ser curioso, a este respecto, que sólo sean las destrezas resultantes del estudio exclusivo de un dialecto las que se describan como "limitadas" (geográficamente, cabe suponer, pero también desde un punto de vista diastrático). Llamativo es también, aun admitiendo que hablar en árabe normativo refuerce de algún modo la capacidad de entenderlo, leerlo o escribirlo, que en dicho refuerzo mutuo resida toda la ventaja (y la necesidad) de ejercitar una destreza prácticamente innecesaria en la vida diaria, y ello a riesgo de incurrir, como sí advierte Dickins, en "register anomalies". Otro tanto podría decirse de esa sensación de confianza en el uso del árabe normativo, con la que el autor debe estar soñando, o en el simple hecho de que estudiar árabe normativo y dialectal separadamente sólo tenga, a juzgar por su silencio al respecto, efectos beneficiosos sobre el aprendizaje del primero. Y las sorpresas, así, continúan en el segundo párrafo, donde se observa una desventaja potencial en que el árabe normativo resulte "overoriented towards the written form" (como debe ser, de hecho), o se le atribuye a la enseñanza simultánea un mayor riesgo de confusión que a la fórmula tradicional, cuando es el fenómeno mismo de la diglosia el que la provoca, y el enfoque integral, tal vez mejor manera de afrontarla: para confusión, diría yo, la de enfrentarse a un dialecto, por primera vez, al cabo de varios años de estudio del árabe normativo, aunque fuera éste el orden que preconizaba el lúcido Sarton (p. 341):
Western teachers of Arabic should have a fluent and living knowledge of that language. [...] In order to achieve that purpose, after having obtained the usual proficiency in bookish Arabic (which is but too often considered the nec plus ultra) they should live at least two or three years in the Near East. After the first semester they should try to spend most of their time in a purely Arabic environment, boarding with people speaking good Arabic and no other language. It would be useful for them to have some knowledge of Hebrew (ancient and modern) and Syriac and perhaps of other Semitic languages—but as far as the teaching of Arabic is concerned, this would be a kind of luxury. On the contrary a deep familiarity with one kind of dārij would be an essential necessity, for everything else would hinge on that.
Quizá porque cualquier otra alternativa, en su época, parecía inviable (y aún hoy, de algún modo, lo es).

Hablaba más arriba de ideas aceptadas, pero no todas las que se atisban desde nuestra particular ventana de Overton, por descontado, son además congruentes. En el gremio, p. ej., como hemos visto, continúa siendo aceptable enseñar a los estudiantes a mantener en árabe normativo conversaciones propias de la vida diaria, cosa que incluso hablantes nativos muy cultos, como advierte Dickins, pueden no ser capaces de hacer. No es ningún secreto: "Conviene señalar", confiesan las autoras de un manual publicado el año pasado y resultado de un proyecto de investigación estatal, "que muchos de los diálogos y audiciones presentados están realizados en un registro de lengua que difícilmente tendría lugar entre nativos". Es por ello, prosiguen, por lo que animan "a los docentes a complementar estos materiales con otros registros dialectales que ayuden a adquirir la competencia situacional que permita adecuar su uso a las distintas situaciones comunicativas" (V. Aguilar, A. Rubio y L. Domingo, Mabruk, Murcia, 2014, p. 11), en lo que parece un prurito académico inconsecuente. Publicaciones aún más recientes, como An-nahr A2 (de J.D. Aguilar Cobos y otros, Almería, 2015), siguen este mismo patrón, "extremo irreal" del que huía ya F. Corriente en su Gramática árabe (Madrid, 1980, p. 12), y que parecía oficialmente superado desde que hace veinte años los autores del ubicuo Al-Kitaab decidieron evitar la presentación de diálogos en árabe normativo, manteniéndolo, no obstante, en monólogos, ejercicios de interacción oral, etc. Si las autoras de Mabruk parecen decantarse por aquello de "el que avisa no es traidor", la publicidad de An-nahr ofrece un curioso trampantojo al asegurar que "se ha diferenciado entre el Árabe Estándar Moderno, que aparece impreso para la comunicación y cuya pronunciación sería la que haría un locutor profesional en un medio público, y el Árabe Estándar Relajado, hablado por un arabo parlante alfabetizado que cuida la estructura de la lengua estándar pero que no declina y mantiene características locales", insinuándose así, mediante una especie de diglosia dentro de la diglosia, que hay un árabe estándar "relajado" que, a diferencia del "moderno" (¿o tenso?), sí se habla comúnmente y en la manera en que se presenta en la obra, dándole así a ésta un barniz que, aun combinado con una maquetación y grafismo muy atractivos, a duras penas oculta su falta de originalidad y altura metodológica. Esto, que en una obra publicada y costeada por una editorial privada, es reseñable, deja en bastante peor posición a la iniciativa pública, cuyo objetivo no debería ser imitar o competir con la primera en colorido o en ventas, sino, más bien al contrario, facilitarle la tarea mediante eso que se ha dado en llamar transferencia de los resultados de la investigación.

¿Por qué no se hace? En parte porque la enseñanza del árabe como lengua extranjera, al menos en España, es un ámbito donde todos, Administración, profesores, alumnos, investigadores y editores, nos pedimos, por regla general, muy poco: a veces ni el nombre. Y no es ya que para enseñar árabe sólo se exija saberlo (como a los llamados intérpretes naturales —nativos sin formación específica— para interpretarlo), sino que ni eso se exige: profesores los hay también naturales, pero son más los antinaturales, a los que más que la condición les falta la intención. Son esos "western orientalists", dirá Sarton, "who have not taken the trouble to study any kind of dārij", y que, como otros extranjeros, "have a tendency to magnify linguistic discrepancies out of proportion to realities, because they are themselves unable to explain and reconcile them, and because of the imperfection and artificiality of their own knowledge" (p. 340), los mismos cuya percepción astigmática de ciertas peculiaridades se debe a su propia ignorancia del idioma (p. 341). Sobra decir, para completar la respuesta a la pregunta inicial, que a un profesorado que no ha querido o podido aprender ningún dialecto, renunciando así a ese "general command of Arabic" de Dickins, hay investigaciones cuyos resultados, propuestas, etc., difícilmente puede interesarle, por no decir convenirle, aplicar. No existe consenso, conviene advertir antes de entrar en materia, acerca de la función, ventajas e inconvenientes del libro de texto en la enseñanza de lenguas extranjeras en general:
Allwright (1981) suggests that there are two key positions. The first — the deficiency view — sees the role of textbooks or published materials as being to compensante for teachers' deficiencies and ensure that the syllabus is covered using well thought out exercises. Underlying this view is the assumption that 'good' teachers always know what materials to use with a given class and have access to, or can create, them. They thus neither want, nor need, published materials. The difference view, on the other hand, sees materials as carriers of decisions best made by someone other than the teacher because of differences in expertise. [...]

For many, however, both the deficiency and difference views challenge teachers' professionalism and reduce them to classroom managers, technicians or implementers of others' ideas. [...]

The assumption seems to be that teachers will slavishly follow the textbook, let it control the classroom and what occurs therein, and fail to respond to learner feedback or to challenge received ideas contained in the materials. Is such a view justified, and, if teachers do behave in this way, is it realistic to expect them to prepare their own materials? In any case, as Allwright (1981) points out, materials may contribute to both goals and content but they cannot determine either. What is learned, and indeed, learnable, is a product of the interaction between learners, teachers and the materials at their disposal. Furthermore, teachers do not necessarily teach what materials writers write just as learners do not necessarily learn what teachers teach.
---Jane Crawford, "The Role of Materials in the Language Classroom: Finding the Balance", en Jack C. Richards y Willy A. Renandya, Methodology in Language Teaching: An Anthology of Current Practice, Cambridge University Press, 2002, p. 80-91 (81-82).

Pero en nuestro caso parece evidente que series como Al-Kitaab, como comentaba hace algo más de un mes en un grupo (cerrado) de Facebook, y lo mismo vale tal vez para algunas publicaciones de Albujayra s.l. (An-nafura, Al-yadual, etc., rebautizadas ahora como "serie Alif Maqsura"), plantean muy pocos o ningún desafío a aquel tipo de profesorado, pero le dan, a cambio y sin compromiso, una pátina de novedad. Así, p. ej., uno de los mayores desaciertos de Al-Kitaab, ofrecer una versión en árabe normativo y otra en dialectal de cada uno de sus monólogos, induciendo a considerar la posibilidad de un uso indistinto de ambos, permite mantener la enseñanza del segundo en la esfera de lo accesorio, puesto que es sobre la versión normativa del monólogo sobre la que gira cada lección, mientras que la dialectal, significativamente, sólo sirve de cierre y no viene acompañada ni de vocabulario ni de ejercicios. Esto mismo, en cambio, no es posible hacerlo con manuales como los de Munther Younes, donde el árabe dialectal, concretamente el levantino, ocupa un lugar fundamental, y cuyo uso requiere además un mayor conocimiento de la teoría subyacente (tampoco a salvo, por otra parte, de manipulaciones y apropiaciones indebidas). Como "no hay mal que por bien no venga", al tiempo que estos superventas le hacen el caldo gordo a un profesorado sin muchas inquietudes didácticas, contribuyen a extender prácticas y propuestas que, aun lejos de ser novedosas, todavía no han calado en el gremio y van haciéndolo así, aunque sea a rebufo y tarde. Creo que un buen ejemplo de esto que digo se halla en la enseñanza de la lectoescritura, pero también en el tratamiento en general de la gramática normativa, por más que siga habiendo, ni que decir tiene, quien piensa que el alifato se aprende en dos días, que existe en la terminología árabe nativa algo llamado "alif madda" o que demostrativos como ذانك / ذينك y تانك / تينك son imprescindibles en un nivel A1.

"It is, of course, relatively easy to criticise published materials", advierte Crawford. "Their very visibility makes them more publicly accountable than those produced by teachers", pero, en su opinión, "the fact that the textbook market flourishes despite such criticisms [...] reflects perhaps teachers' understanding that these same shortcomings also occur in teacher-produced materials" (p. 81). La investigadora pasa por alto, sin embargo, que la repercusión de cualquiera de esas deficiencias puede ser muy distinta en un caso u otro, precisamente porque tras esa demanda creciente de libros de texto puede haber tanta prudencia como indolencia.

Una idea aceptada, a propósito, de las varias que contiene la guía para profesores de Karin C. Ryding (Teaching and Learning Arabic as a Foreign Language, Washington DC, 2013), es que "the textbook is not the whole course" (p. 15), cardinal en opinión de Roger Allen, autor del prólogo, pero tímidamente expresada en la mía, porque habría que considerar, como comentaba en aquel mismo hilo en Facebook, hasta qué punto el libro de texto (uno solo, como induce a pensar el artículo y el singular) debe ser siquiera una parte significativa del curso. Probablemente sí para Hutchinson y Torres ("The textbook as agent of change", ELT Journal, 48:4, 1993, p. 315-328), acérrimos defensores de este tipo de material, quienes con todo opinan que "a central feature of all teacher training and development should be to help teachers become better consumers of textbooks by teaching them how to select and use textbooks effectively", cosa, añaden, que implica "helping them to be able to evaluate textbooks properly, exploit them in the class, and adapt and supplement them where necessary" (p. 327).

De hacerse así, pocos, quiero creer, encontrarían aceptable que esos manuales que exponen a los estudiantes a conversaciones que no mantendría ni un hablante muy culto, y que prestan una atención al árabe dialectal nula o simbólica, se pretendan, no obstante, enmarcados o, dicho de otro modo, ajustados al Marco Común Europeo de Referencia para las Lenguas, aun cuando claramente no permiten alcanzar sus objetivos. El de Mabruk, según se dice en la presentación de la obra, "es la consecución del nivel A2.1 del MCER, lo cual equivale a 180 horas de clase aproximadamente", pero de seguida sus autoras admiten, curándose de nuevo en salud, que "en caso de que la enseñanza del árabe se adecuara a la situación real de la lengua y se complementara con algún registro dialectal, el número de horas aumentaría" (p. 10). No se dice, en cambio, de qué enseñanza del árabe se está hablando o cuál sería la función de la obra en dicho supuesto, lo que induce a pensar que, de algún modo, está deliberadamente concebida para una enseñanza que no se adecúa a esa situación real de la lengua. An-nahr, que hasta donde yo sé no entra en estos vericuetos, "corresponde al nivel A2 del Marco Común de Referencia Europeo y está pensado para ser dado en unas 145 horas lectivas aproximadamente", quince menos de las que requería su predecesor, Al-yadual A2; reducción debida, tal vez, a que el A2 de An-nahr parece tener su continuación en Ar-rafid A2+. Si se trata del árabe dialectal, "la base teórica" de una publicación de la misma editorial, B chuiya b chuiya (Almería, 2013), son, según sus autores, "las pautas y recomendaciones del MCER para el nivel A1 en todos los aspectos: el nivel de lengua, las competencias y especialmente la metodología que lo sustenta" (p. 1), aun cuando resulta obvio que no ha sido así en el caso de la lectoescritura. "Nuestro propósito", dicen los autores, "es introducir la grafía árabe" (p. 4), y de hecho lo hacen, acompañándola de transcripciones, pero a continuación explican que a los "españoles que se acercan por primera vez al estudio de la lengua árabe, y eligen el árabe marroquí por diferentes motivos, la mayoría de tipo social [?...] no resulta operativo enseñarles a escribir con la grafía árabe" (p. 5) por el tiempo que supone; de tal manera, en resumen, que está ahí para el que ya sepa leerla o sea capaz de aprender a hacerlo, por su cuenta y riesgo, a partir de una tabla que ocupa el resto de la página y parte de la siguiente. "¡No tengáis miedo a una buena transcripción!", exclaman así, en un momento dado, los autores (p. 4).

Decía yo aquí hace ya varios años que "la publicación de nuevos materiales didácticos para la enseñanza del árabe a hispanohablantes siempre es una buena noticia", y sigo pensándolo, pero cabe añadir que no todos los que se publican son exactamente nuevos, con lo que la noticia a veces deja de ser, más que buena, noticia.

Para Hutchinson y Torres, "just as textbooks (or at least their producers) need to find out more about the teachers' needs, so teachers need to learn more about textbooks" (p. 327). En nuestro caso, sin embargo, yo diría que los materiales disponibles satisfacen bastante bien las necesidades de los docentes. Las que quedan sin satisfacer, claramente, son las de los alumnos (excepción hecha de aquellos que sólo aspiran a alcanzar "the usual proficiency in bookish Arabic" de la que hablaba Sarton). Bien mirado, cualquier estudio de mercado que realizara una editorial con ánimo de lucro recomendaría, probablemente, seguir en la línea actual, puesto que se acomoda bastante bien a la docencia común en centros públicos y privados (y hasta podría pasar por frívola en los bastiones de la gramática-traducción). En definitiva, no parece justo ni sensato confiar a las editoriales una tarea que no es la suya, formar al profesorado, aunque algo de responsabilidad social tengan en ello, como la tienen profesional sus autores o asesores, algunos de ellos a su vez docentes a sueldo del Estado.