Siempre me he preguntado por qué los departamentos o áreas de árabe y hebreo no lo son de Filología Árabe o Hebrea (como lo son los de inglés, francés, alemán o italiano, a partir del nombre de sus respectivas titulaciones), sino de "Estudios Árabes e Islámicos" o "Estudios Hebreos y Arameos".
La docencia en la Universidad española se organiza en departamentos y áreas de conocimiento. La de Estudios Árabes e Islámicos, como la mayor parte de las que integran (o desintegran,
según se mire) nuestras universidades, se estableció en virtud del
Real Decreto 1888/1984, de 26 de Septiembre, publicado en el BOE nº 257 de 26 de octubre de 1984. Según el artículo 2.2 del mismo:
Se entenderá por área de conocimiento aquellos campos del saber caracterizados por la homogeneidad de su objeto de conocimiento, una común tradición histórica y la existencia de comunidades de investigadores, nacionales o internacionales.
En el caso que nos ocupa, a juzgar por el cóctel de lengua, filología, arte, literatura, historia y religión que iba a parar a la nueva denominación (Árabe vulgar, Arte Musulmán, Historia de la literatura árabe clásica y literatura arábiga española, Historia del arte musulmán, Historia del Islam, Lengua Árabe, Literatura Arábiga y Filología árabe, etc.), no cabe duda de que esa "común tradición histórica" (la del orientalismo en general y el arabismo español en particular) va a primar sobre cualquier consideración de "homogeneidad", a menos que se tenga por dicho "objeto de conocimiento"
todo lo que suene o huela a musulmán o islámico. Basta sólo con sustituir 'árabes' por 'latinos' e 'islámicos' por 'cristianos' para hacerse una idea: imaginemos un área de "Estudios Latinos y Cristianos" cuyo objeto de conocimiento fuera todo lo relacionado con el latín y el cristianismo, entendidos en su sentido más amplio posible, y con el argumento de que el latín es una de las grandes lenguas de la cristiandad y el cristianismo
explica, por sí solo, cualquier fenómeno histórico o sociológico que afecte o haya afectado a
los países cristianos. En un área como ésta podríamos encontrar latinistas, pero también helenistas y expertos en fonética rumana, "sociología del mundo latino y cristiano", literatura colombiana, luteranismo, arte románico, filología francesa, etc. Impensable, ¿verdad? Pues, a poco que se piense, es este mismo tipo de
esencialismo el que anima una denominación como "Estudios árabes e islámicos" y sin embargo ahí está:
en inglés, en francés y... ¡hasta
en árabe! (una imitación, como en español, por mucho que el estudio de la lengua haya estado siempre unido al del Corán y las ciencias islámicas).
Visto desde la perspectiva de la tradición orientalista no es de extrañar que el
catálogo de áreas de conocimiento reserve la denominación "Filología..." a las lenguas europeas (alemán, catalán, lenguas eslavas, francés, griego, inglés, italiano, latín, lenguas románicas, vasco, gallego y portugués), mientras que la de "Estudios..." lo esté para el resto (árabe, hebreo y lenguas de Asia oriental), aunque existan titulaciones como Filología Árabe o Hebrea. ¿No resulta, cuando menos, sospechoso?
No dudo que existen argumentos muy elaborados a favor de esta manera de definir objetos de conocimiento, pero aún no sé de ninguno que haya superado el discurso orientalista, por mucho que éste pretenda últimamente encajar en los llamados estudios regionales (
area studies): una cosa es la
interdisciplinariedad y otra muy distinta reducir a objeto de una sola disciplina lo que puede serlo de muchas, so pretexto de disponer de un conocimiento clave de la lengua, la cultura o la religión de la zona, que a menudo consiste, más bien, en una jerigonza de segunda mano: un
savoir-dire libresco, adquirido en las aulas y sin verificar sobre el terreno. Tal vez el ejemplo más evidente de ello sea la escasa atención que, paradójicamente, han dedicado hasta ahora estas mismas áreas tanto a la enseñanza del árabe (la lengua) como al estudio del islam (la religión).
Cuenta Julio Caro Baroja en el prólogo a la edición de 1990 de sus
Estudios saharianos que, antes de viajar al antiguo Sahara español a realizar su célebre estudio, a comienzos de los años 50, acudió a un arabista para que éste le orientara en el estudio del habla del país (la
"hasanía"), pero el consultado le afirmó rotundamente que en árabe no había dialectos. No es de extrañar, así pues, que ya en la introducción a la edición original, de 1955, se despachara con el gremio a gusto y con gusto (p. x):
Con gusto hubiéramos cedido la vez a un etnólogo o antropólogo social arabista, de haber existido éste en nuestro país. Pero no a un arabista a secas, o a un filólogo. Porque es necesario decirlo: la preparación lingüística es muy importante para todo investigador de temas antropológicos y etnológicos, pero es más esencial aún tenerla fuerte en su propia disciplina, y creer (como algunos creen) que ésta es fácil de improvisar es igual, ni más ni menos, que juzgar que teniendo a mano un diccionario se puede traducir del inglés o del alemán. Improvisar un arabista es difícil, pero no lo es menos improvisar un etnólogo, aunque sea mediocre.
A eso lo llamo yo poner el dedo en la llaga... y apretar.