La Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM)
ha convocado recientemente un "concurso para cubrir una beca de Lector de Lengua Árabe en la
Escuela de Traductores de Toledo", con una duración de nueve meses. (A este centro de investigación, por cierto, dedicó
una de sus emisiones el servicio árabe de Radio Exterior de España, el pasado mes de febrero.)
Según se refiere en el apartado de requisitos (aunque hay que entender que se trata más bien de méritos), en los candidatos se valorará, por este orden:
- Tener formación específica en enseñanza de árabe como lengua extranjera (EALE).
- Tener experiencia docente de árabe como lengua extranjera (EALE).
Contemplándose la posibilidad, incluso, de realizar una entrevista por videoconferencia a los candidatos preseleccionados (imagino, por que no se dice expresamente, que con el fin de verificar, si fuera necesario, los méritos aducidos).
Que aspiremos, no sólo en Toledo sino en otros centros universitarios, a tener los lectores más formados y experimentados posible es del todo lógico. En la Universidad de Murcia, donde trabajo, y donde existe
una convocatoria común para todas las lenguas, también se valoran (tanto como el expediente académico) las "dotes docentes y la capacidad de colaboración e integración en el medio universitario" de cada aspirante, así como su "experiencia previa".
Lo que escapa a esa lógica, es que, sabiendo qué exigir y qué valorar en un lector, seamos en cambio tan poco exigentes con nosotros mismos (no ya, por supuesto, en Toledo o en Murcia, sino en general): es decir, cuando se trata de seleccionar a profesores contratados o titulares, a los que, para empezar y a diferencia de los lectores,
no se nos exige competencia lingüística alguna más allá de ese "conocimiento adecuado de los aspectos lingüísticos, literarios y culturales inherentes a la lengua y a la filología árabes" que presupone el
Real Decreto 1434/1990; y semejante indulgencia pese a que, sin embargo, solemos permanecer en ejercicio treinta años, frente a los tres como máximo (renovables curso por curso) de los lectores, que después de todo
sólo son becarios.
Visto así, el riesgo de elegir a un mal lector no es comparable, ni de lejos, al de seleccionar a un mal profesor de árabe y, sin embargo, las probabilidades en el segundo caso son mayores.
Un profesor no tiene por qué ser hablante nativo, pero a cambio se le presupone una competencia lingüística avanzada y la capacidad de trasladar a la enseñanza su valiosa experiencia como
aprendiz exitoso del idioma. Sin embargo, hoy por hoy, ni hay titulación que garantice (certifique) dicha competencia (el
RD 1434/1990, ya citado, recomendaba "la realización, al final de los estudios, de una prueba general que acredite
un conocimiento suficiente de la lengua", que jamás se ha puesto en práctica), ni las comisiones de selección suelen detenerse a evaluarla, como tampoco a contrastar la capacidad didáctica de los aspirantes, nativos o no, aunque el procedimiento sí se contemple en el art.º 7.1 del
Real Decreto 1313/2007, "por el que se regula el régimen de los concursos de acceso a cuerpos docentes universitarios":
Los Estatutos de cada Universidad regularán el procedimiento que ha de regir en los concursos, que deberá valorar, en todo caso, el historial académico, docente e investigador del candidato o candidata, su proyecto docente e investigador, así como contrastar sus capacidades para la exposición y debate ante la Comisión en la correspondiente materia o especialidad en sesión pública.
Y esto, que afecta particularmente a la enseñanza de la lengua, podría hacerse fácilmente extensivo a otras asignaturas de
esta área de conocimiento si se considerara la posibilidad de impartirlas en
un árabe asequible al nivel de los alumnos.
Bastaría por tanto el compromiso de quienes integran las comisiones de selección para que dichas destrezas dejaran de darse por sentadas (a menudo a pesar de la evidencia) y se contrastaran por defecto en árabe, de viva voz, y grabando incluso la sesión para mayor garantía, como suele hacerse con los exámenes orales (en otro ejercicio, podría pensarse, de
exigencia poco ejemplar). Pero falta voluntad y sobran en cambio, como en tantas otras
tribus universitarias,
intereses creados que, en nuestro caso particular, bien podrían tener un precedente en aquella "red de relaciones de gran calidad" que, "basada en su autoridad científica, ya que no en sus orígenes familiares o sociales", consiguieron tejer a su alrededor (y entre sí, qué duda cabe) los Beni Codera, según opina Manuela Marín (
Los epistolarios de Julián Ribera Tarragó y Miguel Asín Palacios, Madrid, 2009, p. 31):
Trabajosamente ganada y mantenida, esa red les situaba en un lugar privilegiado para el intercambio y consecución de beneficios; en otras palabras, para la obtención recíproca de dones materiales o simbólicos.
Entretanto habrá quien siga viendo en los lectores, más que un auxilio, un socorrido descargo, como lo es derivar a los alumnos a academias y escuelas de idiomas, so pretexto de que la universidad no es una de ellas, aunque todo, desde la
publicidad a las asignaturas, pasando por las promesas de salidas laborales, induzca a creer que no sólo lo es, sino de las mejores. Y entiéndase: una cosa es advertir a los alumnos que la formación lingüística que se les está ofreciendo es insuficiente (para empezar, en
número de horas lectivas o en la manera de
abordar la diglosia), y otra muy distinta inhibirse y despacharlos con subterfugios tan manidos como que "para hablar árabe en clase ya está el lector" o, en su defecto, tal academia, escuela o servicio de idiomas, tal curso de verano o profesor particular, y en definitiva cualquier otro enseñante al que se le pueda pasar la pelota, de preferencia nativo (como corresponde, en esta línea de huida hacia adelante, a un designio —hablar y enseñar a hacerlo— que, según convenga al que lo elude, es pan comido o del todo inhacedero).