Ideal, en fin, si no fuera porque, con todo, algo se alcanza a entender; como en la actitud, de entrada incomprensible, de quienes toleran, cuando no validan, esta singularidad que sigue permitiendo que obtengan plazas candidatos cuya competencia lingüística está muy por debajo de cualquier estándar imaginable, y que, sin duda, no superarían ningún tipo de evaluación práctica oral, escrita o de traducción semejante a las que tienen que superar esos otros profesionales de la enseñanza y la traducción del árabe (funciones ambas que en poco o nada difieren de las habituales entre los arabistas universitarios).
Según la última Estadística de la Enseñanza Universitaria en España, en nuestro país durante el curso 2009-2010 eramos 181 los profesores adscritos al área de conocimiento "Estudios Árabes e Islámicos", y a esta cifra habría que añadir el personal docente del área "Traducción e Interpretación" que, en un número indeterminado, imparte asignaturas de lengua árabe.
Es ésta una situación que viene de antiguo y cada vez más anacrónica, muy similar a la que se da en otros países de tradición orientalista (incluso en Israel, donde el árabe es lengua oficial y, más que en ningún otro, una cuestión de Estado) y que todos los que tenemos algún vínculo con la enseñanza del árabe conocemos de sobra, pero que pocos reconocemos en público y aún menos denunciamos. Del porqué de este silencio y de la renuencia, en general, a encarar el problema ya he hablado aquí a menudo. En general podría hablarse del temor a la pérdida de cierto capital simbólico («فيه ناس ترعش / فيه ناس تفوت», parece decir Alaa Wardi en una de sus estrofas) asociado a la categoría académica: categoría que para el común no se explica sin un buen conocimiento de la lengua y que sólo en el discurso arabista más cínico puede aparecer desligada del mismo, sustituyéndolo por una especie de don hermenéutico, de capacidad infusa para la interpretación de todo lo árabe, que el arabista hereda de sus maestros, también arabistas, al estudiar (más que al aprender) con ellos la lengua:
Le capital symbolique est une propriété quelconque, force physique, richesse, valeur guerrière, qui, perçue par des agents sociaux dotés des catégories de perception et d’appréciation permettent de la percevoir, de la connaître et de la reconnaître, devient efficiente symboliquement, telle une véritable force magique : une propriété qui, parce qu’elle répond à des « attentes collectives », socialement constituées, à des croyances, exerce une sorte d’action à distance, sans contact physique. On donne un ordre et il est obéi : c’est un acte quasi magique.---Pierre Bourdieu, Raisons pratiques sur la théorie de l'action, París, 1994, p. 189.
Esa "verdadera fuerza mágica" hay quien la invierte en satisfacción personal y quien la invierte en amor propio, como hay quien trata siempre de proceder con rectitud y quien de recto sólo tiene la parte final del intestino (si se me permite la grosería). En cualquiera de los casos, admitir que era y sigue siendo necesario un filtro, una criba que deje fuera a quienes carecen de la competencia suficiente en árabe, implica reconocer y enfrentarse al hecho de que algunos, quizá muchos de los que hemos llegado a la docencia mostrando (pero no demostrando) un currículum podríamos no (merecer) estar donde estamos, con lo que ese capital simbólico podría verse devaluado, y con él la cotización de nuestras inversiones, a menos, claro está, que busquemos o dispongamos ya de mejores fuentes de crédito. Pero como de lo que se trata es de allanar el futuro, no el pasado, todo lo que se necesita es un gesto de largueza y que cada cual asuma (o no) su pérdida de solvencia como juzgue conveniente, desde la certeza, además, de que el simbólico, sin ser poco, es todo el capital en juego, puesto que no hay medida retroactiva concebible más allá de la que cada cual quiera aplicarse a sí mismo («ولا كنتش في البال»).
Seguiría habiendo, qué duda cabe, buenos y malos profesores, chanchullos y marrullerías, pero no al menos la indulgencia imperante hasta ahora, cuyos efectos, con todo, se prolongarían aún los treinta y tantos o cuarenta años de docencia que algunos de esos 181 profesores de la estadística podrían tener por delante, si alguna instancia no comete antes la torpeza de dejar el árabe en la mitad de lo que es, contingencia esta que no debería hacernos desistir del propósito (aunque haya a quien le sirva de espantajo) sino todo lo contrario, en la convicción de que no es, desde luego, un reducto del pasado lo que interesa conservar, sino la posibilidad de edificar sobre él.
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