محمود سعيد، بنات بحري، 1937 |
Es como si entrara ahora por la puerta estrecha, directamente hasta la sombría escalera de piedra, en la casa de la calle Gullanar.---Edwar al-Kharrat, Chicas de Alejandría (إدوار الخراط، يا بنات إسكندرية، دار إلياس العصرية، الطبعة الثانية، القاهرة، 1991، ص. 9-10).
Como si sintiera a Muna, rebosante de vida, allí, tras la puerta del bajo, a la derecha.
Todavía un poco mayor que yo. Saliendo de mañana y no volviendo del taller de Rosa, la modista siria, en Gheit El Enab, hasta la tarde, seguida poco después de Gamalat, su hermana mayor, que volvía de la fabrica de hilo de Karmuz.
Antes de las vacaciones, cuando volvía yo del colegio, su puerta se abría —siempre— al llegar yo justo a la altura de la escalera. Y en el pequeño rellano su cara me alumbraba, de repente, en el breve instante fugaz entre el caer de la tarde y la umbría, algo húmeda, del portal.
El vestido, por encima de las rodillas, le caía suavemente sobre los muslos torneados, y sus pequeños pechos se notaban libres y firmes, turgentes. Levantaba la cara hacia mí, tímida y a la par atrevida, y me miraba con los ojos hinchados y un poco entornados: una mirada que me hacía palpitar el corazón y cuyo significado desconocía. "Adiós", decía saludando con voz suave, temblorosa y a la vez enteramente segura, y casi me rozaba de lado al salir camino de la calle, arrastrando en los pies unos escarpines viejos de talón gastado. Me excitaba el frufrú de su vestido y el aroma de su piel lavada.
Ahora, en cambio, durante las largas vacaciones de verano, no la veía hasta el atardecer, cuando subía a la azotea. Aguardaba su llegada desde la ventana, con el poema de Keats "La bella señora sin piedad", de la antología inglesa El dragón dorado, en la mano, hasta que la veía llegar por el extremo de la calle y sentía el corazón saliéndoseme del pecho.
Aquel muchacho que era yo, que no he dejado de ser, tan romántico e inflamado por el despertar de una sexualidad indómita, y que se creía a un tiempo inocente.
Yo amaba a Muna, sin certeza alguna de que ella me correspondiera ni nada que se le parezca.
Aún sostenía en mi mano, como si lo hubiera olvidado, a Keats y El dragón dorado, cuando al empujar la puerta de madera de la azotea me asaltó la última luz del día y el fresco propio del momento, un tanto penetrante por el aire de las cercanas salinas y algo pestilente, también, debido a los olores de la calle.
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