Odio traducir. Siempre lo he odiado. Parte de ese odio me viene, creo, de haber estudiado una carrera en la que te obligaban a traducir textos que, por tu nivel, estaban fuera de tu alcance, y un tanto sin ton ni son: lo mismo traducías un texto del siglo XIII que las notas que lo acompañaban a pie de página, del editor, redactadas en pleno siglo XX. No se hacían distingos entre épocas o registros, no había técnicas, recursos ni conocimientos que aplicar: o traducías bien o traducías mal, y era el profesor el que lo decía, no porque demostrara ser mejor traductor, o siquiera porque sus versiones tuvieran mucho más sentido que las nuestras, sino tal vez, como sospechábamos, porque se valía de una traducción previa, que era la que utilizaba para corregirnos, aunque la idea era que a traducir se aprende traduciendo, así sin más.
Traducir, así pues, consistía en rellenar una quiniela cuyos partidos se jugaban entre el equipo del diccionario y el de la gramática, con resultados a menudo imprevisibles, ya que, en definitiva, era la traducción la que hacía los textos legibles en su idioma original y no al revés como cabría esperar, de modo incluso que traducir en este caso equivale más bien a descifrar, puesto que no hay lectura previa: el traductor traduce en primer lugar para sí mismo, para entender el original, y una vez que lo ha entendido (o que cree haberlo hecho), adecenta un poco la traducción para sus lectores. De ahí tal vez que el bueno de Roger Bacon, hablando de grados en el conocimiento de los idiomas y después de tratar la lectura, distinguiera perfectamente en su Opus tertium entre ser capaz de traducir, que es difícil pero no tanto como se cree, y ser capaz de hablar, enseñar, predicar y perorar en una lengua extranjera como en la materna, que es lo más difícil de todo:
[...] Aliud est in linguarum cognitione, scilicet ut homo sit ita peritus quod sciat transferre. Certe hoc est difficilius; non tamen ita difficile sicut homines aestimant. Tertium vero est difficilius utroque, scilicet quod homo loquatur linguam alienam sicut suam; et doceat, et praedicet, et peroret quaecunque, sicut in lingua materna.Pero es que, aparte de haber padecido ese particular modo de entender la didáctica de la traducción (o la traducción como didáctica), se da la circunstancia, y no necesariamente resultante de lo anterior, de que al traducir caigo constantemente en la cuenta de mis limitaciones: para empezar, en la lengua extranjera, pero también, y lo que es peor, en la propia; porque si ya es frustrante no entender algo en el texto original, más lo es aún entenderlo y no dar con la forma idónea de expresarlo en la lengua de destino, sobre todo cuando sabes a ciencia cierta que la hay, que existe y que encajaría a la perfección en ese contexto. En ese momento te dices a ti mismo: "Árabe no sabré, pero español... tampoco." Y a continuación, la serendipia (sí, de سرنديب): a traducir no se aprenderá traduciendo, pero es que a traducir bien... sencillamente no se aprende. Hace falta una cierta inspiración, probablemente de ésa que ha de pillarte trabajando, como la que se le atribuye a Picasso, pero inspiración al fin y al cabo. Yo lo creo así, y pocos traductores negarán, sospecho, que ante un mismo texto hay días que han estado mucho más inspirados (o atinados, o acertados, o como se quiera decir) que otros. Que esa iluminación pueda explicarse como el resultado de una coincidencia pasajera de circunstancias favorables, es lo de menos mientras siga siendo inopinada e impredecible.
A veces, sin embargo, no hay inspiración posible; o para mí, al menos, no puede haberla. Es el caso de esos (con-)textos a los que uno preferiría no tener que enfrentarse. Una antigua alumna mía, que terminó Traducción e Interpretación hace un par de años, hablaba hace poco en su blog, El arte de traducir, de encargos escabrosos. Yo, ejerciendo como traductor jurado, sólo me he topado, por fortuna, con dos que lo fueran verdaderamente: el primero, un atestado policial sobre los abusos sexuales de que había sido víctima una menor, presuntamente a manos de su padrastro; y el segundo, la nota manuscrita de un suicida; salvo que en esas condiciones, la propia gravedad de las circunstancias te anestesia y te inviste de una responsabilidad adicional, siendo así que pueden resultar lecturas penosas, pero no necesariamente traducciones difíciles.
A mí, en realidad, lo que más me desagrada traducir es la palabrería. Me refiero a esos originales cuyo autor o no sabe muy bien qué es lo que quiere decir, o no sabe decirlo, o sencillamente no tiene nada que decir pero sí mucho espacio que rellenar. ¿Un ejemplo? Ahí va éste:
La biblioteca es una unidad funcional que ofrece servicios al conjunto de la comunidad.No es, naturalmente, que en árabe no se pueda decir "unidad funcional" (وحدة وظيفية —hasta el traductor de Google se lo sabe—), sino qué significa y de qué sirve decirlo. ¿Puede haber alguien que lea el texto en español o su traducción al árabe sin saber de antemano lo que es una biblioteca? Y en el supuesto de que hubiera quien no lo supiese, ¿conseguiría enterarse a partir de esta definición?
La Administración Pública en general, tengo la impresión, es muy dada a este tipo de palabrería, a no decir nada, o a decir poco, pero con muchas palabras. Bien es verdad que palabras, y cuantas más mejor, es lo que le interesa reunir al traductor que las tiene como unidad de tarificación, pero (y nunca mejor dicho), ¿a qué precio?