23 de junio de 2010

Una eme con punto abajo

El tema de hoy es el empeño que ponen algunos colegas en enseñar desde un primer momento a sus alumnos a transcribir correctamente el árabe: es decir, a escribirlo con caracteres latinos provistos de signos diacríticos (del gr. διακριτικός, "distintivo": carones, macrones, subpuntos, etc.) conforme a una serie de reglas y equivalencias, normalmente las de la llamada "Escuela de arabistas españoles". Lectura obligada al respecto es un artículo de F. Corriente titulado "Acerca de la transcripción o transliteración del código grafémico árabe al latino, particularmente en su variante castellana" (2002) y disponible en la red, en el que ya advierte el maestro que la transcripción "no es particularmente recomendable en la docencia, donde sólo retrasa la adquisición por el estudiante de las reglas que transforman ciertas secuencias más profundas en otras más superficiales" (p. 362), por más que su uso con este fin se remonte a comienzos del siglo XVI, cuando se publica el Vocabulista arábigo en letra castellana (Granada, 1505) y el Arte para ligeramente saber la lengua arábiga de Pedro de Alcalá. Es en este último donde su autor dice que las letras arábigas "todas se pueden suplir con nuestras letras latinas o castellanas, de manera que para la común algarabía no hay necesidad de las saber ni conocer todas", a excepción de cuatro (cinco en el Vocabulista), para las cuales el fraile idea un sistema propio de transcripción: una ce con tres puntos encima, p. ej., equivale a la ث (que es, dice Alcalá, como pronuncian la ce los "ceceosos, poniendo el pico de la lengua entre los dientes altos y bajos"); una hache con dos a la خ (que suena "como si pusiésemos una g ante la h", ya que este sonido, por entonces, aún no existía en castellano), y una de con uno solo a la ذال, mientras que una pequeña عـ sobre una vocal indica la presencia de العين (la cual "ayúntase con todas las letras vocales, y ayuntada con cualquiera de ellas, sutilízalas de tal manera que las hace servir por letras consonantes").

Es así como "el primer sistema occidental de transcripción científica del árabe", de nuevo según Corriente (El léxico árabe andalusí según P. de Alcalá, 1988, p. iv), surge paradójicamente unido a esa finalidad didáctica que él mismo por otra parte, como ya hemos visto, desaconseja. En la Doctrina cristiana en lengua arábiga y castellana, compuesta e impresa en Valencia en 1566, por orden del arzobispo de Valencia y "para la instrucción de los nuevamente convertidos de este reino", la encontramos de nuevo, aunque con ligeras variaciones: la hache con dos puntos es ahora como la ħ del maltés, y han aparecido los dígrafos 'th' y 'dh', mientras que العين continúa escribiéndose encima de las vocales a la manera de Alcalá.

Desde entonces, la tendencia a abusar de este recurso se ha convertido en algo tan característico del arabismo hispano que en Las semanas del jardín, un círculo de lectores (1997), Juan Goytisolo ridiculiza el uso a diestro y siniestro de "la reproducción canónica de la grafía árabe" (p. 134), es decir, la transcripción, que da forma al "discurso arabista". Así, en la verborrea del personaje en cuestión, plagada de términos árabes transcritos, Marrakech se convierte en "Murrākuš" y el Oriente árabe en el "Mašriq", por sólo citar algunos ejemplos. Este abuso, que desde fuera puede interpretarse como un prurito de especialista o una forma de epatar al profano, adquiere tintes absurdos, si no dramáticos, cuando de lo que se trata es de enseñar el idioma, de tal modo que la inmensa mayoría de los que hemos estudiado árabe en la universidad, hemos aprendido a transcribir el alifato al tiempo que aprendíamos a reconocer sus letras, y en ocasiones, mucho antes que a pronunciarlas o a decir "hola". No era algo que recogieran los programas de estudio: se daba por sentado, imagino, que el aprendizaje de la lectoescritura entrañaba inexcusablemente el de la transcripción. De lo que no cabe duda es de que transcribir correctamente era (y para muchos sigue siendo) una destreza prioritaria: uno, pongo por caso, podía licenciarse (y doctorarse, si me apuran) en Filología Árabe sin saber decir, p. ej., "me parece que X está más cerca de Y que Z", pero no sin saber transcribirlo.

Cuando aún no se había generalizado el uso del ordenador personal, eso suponía que los trabajos de muchas asignaturas, una vez pasados a máquina, había que retocarlos a mano, dibujando los diacríticos que era imposible añadir desde el teclado, o haciendo malabares con el carro y el papel. Luego llegaron las impresoras, los procesadores de texto, etc., pero realmente ha habido que esperar al estándar Unicode para zafarse de una vez por todas de este engorro. Servidor, pensando en quienes sufren la transcripción en silencio por el motivo que sea, y sobre todo en quienes la detestan como yo pero a veces se ven obligados a utilizarla, creó hace tiempo un mapa de teclado, que se distribuye gratuitamente, para facilitar la tarea. No hace mucho, sin ir más lejos, lancé una nueva versión, la 2.1, a petición de una alumna que necesitaba disponer de una eme con un punto abajo, para transcribir la // del marroquí, presente también en otras variedades árabes, como, p. ej., en el 'agua' de los libaneses (ماي).

El nombre de esta aplicación es Naqhara, del árabe نقحرة, un neologismo, extendido ya, formado a partir de la expresión نقل حرفي ("traslado literal" o, más sencillamente, transcripción). El término, además, me permitía una pequeña travesura que ya he confesado en alguna ocasión, y que residía en la dificultad que encontrarían muchos colegas en pronunciarlo con soltura. ¿Soberbia? ¿venganza? Yo prefiero verlo como una forma de protesta y una llamada de atención, no sé si a los efectos que preconiza Salustio Alvarado en la reflexión, "por no decir boutade", según reconoce él mismo, con que pone fin a su artículo "A vueltas con el problema de la transliteración del árabe" (2003, p. 270):
Si se emplearan única y exclusivamente las grafías originales para señalar las etimologías del árabe, los ignorantes recularían ante el alifato como Belcebú ante el agua bendita y los predios del arabismo se verían libres de una nutrida recua de catacaldos, francotiradores y cantamañanas.
Ya que no se trata de convertir el alifato en un muro, aún más alto y espinoso que las transcripciones, con que proteger de curiosos e intrusos las heredades del arabismo, sino de "protestar enérgicamente", como pretende él mismo, "contra un uso extensivo, abusivo y perjudicial que se hace habitualmente de las transliteraciones del árabe" (p. 269) y del que en primer lugar son responsables los mismos arabistas, aunque Alvarado sólo hable del que se comete con las etimologías en los diccionarios españoles (?) y que, en su opinión, da alas a aquellos que sienten por éstas, "y muy en especial [...] las del árabe, la misma irrefrenable y maligna atracción que los gatitos por los ovillos de lana, y con resultados semejantes" (ibídem). Me pregunto si Alvarado, que parece referirse a quienes García Gómez denominaba anfibios y dedica su artículo a Federico Corriente, tiene presente la opinión de éste acerca de la contribución de la vieja escuela arabista a la etimología:
Cuando Asín aborda la tarea de revisar los arabismos del DRAE, lo hace con enormes carencias metodológicas, resumidas en su casi total falta de competencia y desinterés por la lingüística y por la lengua árabe, más allá de intentar traducir sus textos de forma a veces muy rudimentaria, y comete necesariamente muchísimos errores que, sin embargo, dado su prestigio, y el de su sucesor en la Academia Española, García Gómez, que prefirió profesar el dogma de la infalibilidad universal de su maestro, prolongable en sí mismo, no serían corregidos en las ediciones siguientes del DRAE hasta la actualidad. Para expresarlo de una manera aritmética, puesto que a algunos podría este juicio parecer injustamente duro, Asín omitió más de una tercera parte del material, puesto que su lista contiene aproximadamente un millar de palabras, mientras que la nuestra casi llega a 1700, aunque haya de rebajarse la cifra algo, al incluir ésta voces que no son arabismos, sino que proceden de otras lenguas orientales o se citan sencillamente para desmentir aquel carácter. Lo que es más grave, de ese millar de etimologías propuestas, casi tres centenares y medio, otra vez una tercera parte, son falsas o, al menos, inexactas, y de ello eran, incidentalmente, conscientes algunos de sus discípulos pero, como era regla de conducta entre ellos, errónea y suicidamente etiquetada de lealtad cuya violación era anatema, se guardaron muy bien de expresarlo, al menos públicamente: magister dixerat.
---Federico Corriente, "Las etimologías árabes en la obra de Joan Coromines", L’obra de Joan Coromines, Sabadell, 1999, pp. 67-88, (p. 69-70).

No es casualidad, me parece, que el primer ejercicio de la célebre Crestomatía de Asín (al parecer, aún en uso) consista en leer una transcripción (Madrid, edición corregida, 1959, p. 21). Y puestos a acertar (por aquello de "piensa mal..."), tampoco debe serlo que tanto ésta como su predecesora, los Elementos de gramática árabe de Francisco Codera (1892), renunciaran ab initio a cualquier forma de comunicación en árabe, o que el modelo elegido en ambas para explicar la conjugación verbal fuera el verbo "matar" (قتل): no en balde "turgidity and violence" es el tercero de los "Western stereotypes about Arabic" que analiza David Justice en su estudio The semantics of form in Arabic in the mirror of European languages, 1987, p. 37, y así parecen confirmarlo algunas imágenes que aguardan al principiante en la Crestomatía de Asín y también, aunque en menor medida, en la Antología árabe de García Gómez (Madrid, 1944): calaveras parlantes, manos amputadas, quemas de libros, magrebíes pertrechados para la guerra, alfaquíes intolerantes, gatos con los bigotes chorreando sangre y lavadores de cadáveres.

La cuestión, por volver a la boutade de Alvarado, es que, dentro del propio arabismo, no son pocos los que reculan también ante el alifato, que es tanto como decir ante el árabe en general. Ya lo he dicho alguna otra vez: a mi modo de ver, la transcripción (entiéndase cuando no es realmente necesaria, por supuesto) funciona como una prótesis con la que el arabista-transcriptor trata de suplir y disimular sus carencias lingüísticas, como lo es también, p. ej., el apego que le tienen algunos a los vericuetos de la gramática normativa árabe (... romanceada), y el regusto malsano con que reparan, como ya he dicho en alguna ocasión, en la paja lingüística en el ojo ajeno, especialmente si es el de un hablante nativo. Poco importa que la brizna no estorbe a la visión y la viga atraviese en cambio ojos, boca y oído.

Desde un punto de vista didáctico, la transcripción no sólo "no es particularmente recomendable" como opina Corriente, sino claramente desaconsejable: en el mejor de los casos supone al estudiante un esfuerzo adicional y, en el peor, dicho esfuerzo se realiza a costa del objetivo prioritario: al transcribir, tanto como al  leer transcripciones, el alifato pasa a un segundo plano (también de un modo simbólico) y, con él, un adecuado aprendizaje y uso de la lectoescritura, que "se da por hecho" y se deja, como dice J. Sánchez Ratia respecto del conocimiento del árabe en general, "a la afición de cada cual" (Treinta poemas árabes en su contexto, Madrid, 1998, p. 12). Con todo, no puede decirse que males tan extendidos como la letra infantiloide (del tipo de la ilustración) o las pronunciaciones de andar por casa (de las que hay algunos ejemplos en la red, con nombres y apellidos) se deban a este uso excesivo de la transcripción: en resumidas cuentas, todos son síntomas de un mal mayor, y es éste el que habría que atajar.

Entretanto, por sus transcripciones los conoceréis... y nos conoceremos.

2 comentarios :

Aram dijo...

Si “el tema… es el empeño que ponen algunos colegas en enseñar desde un primer momento a sus alumnos a transcribir correctamente el árabe” ya sabes que yo estoy radicalmente en contra, porque desnaturaliza la lengua objeto de aprendizaje.
Y uno de los argumentos que repite el MCRE es el “realismo”: hay que utilizar muestras de lengua, ejercicios y materiales auténticos, reales o realistas en ELLEE.
Claro que cuanto más se habla del asunto más se “desparrama”: la última vez que los arabistas trataron de ponerse de acuerdo en la SEEA para limitar la proliferación de sistemas de transcripción ¡surgieron cuatro o cinco más! (lo de Corriente, lo tuyo, lo de Mercedes del Amo, lo de Moscoso, lo de Alvarado … y, claro, si por no aprenderte el alifato tienes que aprenderte innumerables sistemas de transcripción… ¡casi uno por autor! pues… ¡ya ves, “los hay que por no trabajar reman”!
Y, además, tienes que aguantar las mil y una razones sobre los beneficios de la idea: que si la “divulgación”, que si las dificultades de edición, que si la fijación de las variantes fonéticas dialectales… todo paparruchas trasnochadas hoy en día… no te digo más que un amigo, hace poco, me argumentaba que seguramente lo mejor sería que ocurriera en el Mundo Árabe lo que ocurrió en Turquía… el cambio obligado del alifato por el alfabeto…
Y me lo dice a mí que soy armenio y descendiente de las víctimas del genocidio que produjo la mente preclara que pretendía arreglar los problemas suprimiendo las minorías, cambiando la ropa de la gente e imponiendo el alfabeto latino. ¡A mí no me va a convencer!
¡Todo el país analfabeto de hoy para mañana! ¡Cuándo lo superarán! Y cuando lo superen, ¡se encontrarán con que no pueden leer los documentos de su propia historia!
En fin, discúlpame que me voy del tema.

El problema es que cuando hablas, el río que tienes bajo la lengua se convierte en un torrente y tocas tantos temas y haces tantas alusiones que mientras yo me encuentro degustando lo que has dicho tú ya vas tres kilómetros más allá. Y me llevas por P. de Alcalá y por el maltés y por los dígrafos y por Goytisolo y por Unicode y por mi amigo Salustio… y, a la vuelta, tú, que a la vanguardia de la EALE en nuestro país, declaras la transcripción desaconsejable y consideras que habría que atajarla… resulta que aún te quedan fuerzas para resolverles los problemas técnicos a los “catacaldos” y facilitarles su utilización.
Sobre lo de la vocalización de los textos, yo ya tengo comprobado (http://www.cepmalaga.com/revistas/algarabia/pdf/103_tex.pdf) que no sólo no resulta de ayuda sino que retrasa el aprendizaje, pero lo que te quería comentar es que te encuentras con defensores a ultranza que la utilizan sin conocer su reglamentación correcta y cometiendo errores… y claro, se forma una algarabía pedagógica que no hay manera de dar pasos adelante y avanzar todos en la misma dirección… y si ello no es posible acaba no sirviendo de nada caminar.
Aram

Anís del moro dijo...

Gracias por el comentario, Aram. El debate sobre la conveniencia de transcribir (para qué, dónde y cuándo) es uno, y el de cómo hacerlo, otro. A mí del segundo, personalmente, sólo me interesa el discurso (en muchos casos, p. ej., es obvio que la ruptura con el sistema de "la Escuela", el de Asín, conlleva una ruptura ideológica con la Escuela misma y un afán de identificarse con un arabismo más cosmopolita); por lo demás, ya existen estándares como DIN 31635 e ISO 233. Y el primero, llevado al caso de la enseñanza, no da mucho de sí. Nadie esperaría, hoy en día, que en un curso elemental de turco (ya que lo mencionas) el profesor empleara la escritura otomana en lugar de la latina.

El problema, por no enredarnos, es que muchos colegas ni quieren ni probablemente pueden hacer otra cosa que formar arabistas a su imagen y semejanza (es decir, rancios), y en esa partenogénesis el aprendizaje de la transcripción equivale a la revelación de un arcano, a un rito iniciático por el que el arabista queda perfectamente distinguido del hablante nativo. De ahí que se transcriba mucho, mucho mejor que se habla, se escribe o se entiende.

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