Quienes reclamamos una enseñanza del árabe más comunicativa, conscientes tal vez de que su simple homologación con la de otras lenguas extranjeras no resulta argumento suficiente, solemos acogernos al de que "una mayoría de estudiantes de árabe desea comunicarse en la lengua que
está aprendiendo, de viva voz y por escrito, como pretenden los de
cualquier otro idioma extranjero", de lo cual tenemos constancia, como decía en una entrada anterior, "por sentido común y por encuestas previas de cuya validez no hay por qué dudar", aunque sí convenga hacerlo, tal vez, de sus implicaciones reales. "Los estudiantes", comentaba en este mismo sentido varios años antes, "en su mayor parte se dicen interesados en hablar, en poder comunicarse en árabe", si bien ya entonces sentía la necesidad de matizar la afirmación con esta advertencia entre paréntesis: "Que a la hora de la verdad lo estén o no
es otro asunto". En España, al menos, un par de esas encuestas, una de 1991 y otra de 2002, revelaban que, muy por detrás de otros (como cumplir con un requisito académico, viajar, conocer la cultura árabe, etc.), sólo entre un 2,2 y un 3% de los estudiantes tenía como objetivo, respectivamente, "comunicarse" en general o "comunicarse con amigos o parientes". A este respecto, el autor de la segunda, Aram Hamparzoumian, llegaba a mencionar en su análisis de los datos (p. 5) que:
La observación no es baladí, porque del mismo modo que una enseñanza más clásica (basada, para entendernos, en lo que Bonilla Carvajal recomienda denominar técnica gramática-diccionario, más que método Gramática-Traducción; o centrada exclusivamente en el árabe estándar) hace un flaco servicio a los estudiantes que aspiran a hablar árabe, como dice Jeremy Palmer, no es descabellado pensar que una más comunicativa se lo haga también a aquellos cuyo interés en hablarlo es puramente nominal o no conlleva, dicho de otro modo, el compromiso necesario para lograrlo.
Una vez admitido que ambos tipos de motivación existen, una más comunicativa y otra más interpretativa, una más integrativa y otra más instrumental, aunque en una proporción difícil de precisar, resta preguntarse si son también necesarios o convenientes dos tipos de enseñanza, dándose además la circunstancia, paradójica en apariencia, de que la más extendida hasta ahora, con diferencia, es también la que más aleja al árabe de otras lenguas extranjeras, en cuya enseñanza sería extraño observar la misma renuncia, implícita o explícita, a la comunicación. Aquí habrá, por supuesto, quien traiga a colación la diglosia, aun cuando sería más bien su extinción, en caso de producirse, la que justificaría una enseñanza separada (al menos en lo curricular, como sucede con el griego clásico y el moderno, ya que en lo metodológico es evidente la tendencia a seguir y aplicar principios comunes, válidos para el aprendizaje tanto de lenguas vivas como muertas). No se puede obviar, además, el hecho de que esa segregación suele tener algo de artera, amén de inconsecuente, por cuanto entre quienes enseñan el árabe como una lengua muerta son mayoría, me da la sensación, los que dejan o hacen creer a sus alumnos lo contrario, en aras de la corrección política (y lingüística).
Al lector no se le escapará, confío, lo absurdo de preguntarse si esa enseñanza inveterada y preponderante, cuyo objetivo declarado o no sigue siendo formar arabistas capaces de descifrar, más que de traducir, y de picotear argumentos lingüísticos aquí y allá, más que de hablar, tiene derecho a coexistir con una que pretende homologar el árabe a otras lenguas extranjeras pero se halla apenas en ciernes. Sin embargo, la cuestión no deja de ser pertinente. Dado que esta convivencia, en extremo desigual, no lleva visos de invertir sus términos a medio o corto plazo, y menos aún de disolverse a favor del más débil, ¿cuál debería ser, por decirlo así, la reacción de David cada vez que el hondazo se vuelve contra él en lugar de descalabrar a Goliat?
Algunos alumnos, p. ej., consideran una pérdida de tiempo dedicar todo un cuatrimestre o más a aprender el alifato. Esto puede deberse al material empleado, p. ej., si se trata de ¡Alatul! (Madrid, 2010), cuyo énfasis en "la enseñanza del sistema de escritura del árabe" va quizá en detrimento de una "iniciación a la lengua árabe", subtítulo de la obra, más atractiva, equilibrada y respetuosa con el orden de adquisición de las destrezas, y puede causar en el alumno la impresión de pasarse meses aprendiendo a leer y poco más. ¡Alatul!, como se explica en la presentación de la obra (p. 8), "es la tercera revisión de un trabajo colectivo que vio la luz por vez primera en 1998", inspirado claramente en el Alif Baa de K. Brustad, M. Al-Batal y A. Al-Tonsi (Washington D.C., 1995) y bajo un título que ya anunciaba ese énfasis, al tiempo que cierta contradicción en el propósito general: Hayya natakallam al-'arabiyya. Cuaderno para leer y escribir árabe. En la segunda, publicada en formato PDF como Paso a paso, tuve la ocasión de colaborar gracias a la amable invitación de los autores, V. Aguilar, M.A. Manzano y J. Zanón, quienes volvieron a contar conmigo para esta tercera y última revisión, que a mi modo de ver sólo tenía sentido si la obra dejaba de ser, de una vez por todas, esa cartilla o catón de partida y se convertía en un verdadero curso inicial. Huelga decir que la alquimia no se produjo en mi opinión, y quizá tampoco en la de esos alumnos a los que me refería al principio, aunque su impaciencia, que es a lo que iba, puede deberse igualmente a la creencia de que para leer y escribir basta con aprenderse las letras (es decir, a identificarlas y garabatearlas) y su valor aproximado, cosa que mi generación hacía supuestamente en dos o tres días con la inestimable ayuda de una tabla, sacada de una gramática, y un escaso o nulo interés por la dicción, presente ya en las Orationes Tres de Linguarum Ebraeae atque Arabicae Dignitate (1621) de Thomas Erpenius: la pronunciación del árabe, viene a decir el célebre orientalista, puede adquirirse fácilmente si a uno le toca vivir entre nativos; si no, no tiene por qué ser perfecta, "cum nec populo in hisce locis Arabice imponere nec Oratores Arabici videri velimus" (p. 89-90), es decir, salvo que con el árabe uno pretenda, parafraseando a Cicerón, engañar a la gente y pasar por un orador. Todo ello, me atrevería a resumir, de un modo no muy diferente de como aprenden a leer y copiar jeroglíficos los egiptólogos.
No se puede descartar, en fin, que un prurito pedagógico nos haya llevado a algunos a pecar por exceso donde otros pecaban, y muchos siguen pecando, por defecto, pero tampoco ignorar la nostalgia de una enseñanza que sólo desasosiega si, por seguir con Erpenius, "te toca" tratar con árabes, mientras que en caso contrario te mantiene en una burbuja, a salvo de la inseguridad que experimenta, casi de un modo continuo, el estudiante de cualquier (otra) lengua extranjera. ¿Qué hacer, en definitiva, con esos alumnos que no por falta de motivación, sino más bien por el objeto de ésta y su actitud hacia la lengua, prefieren a Goliat o no responden bien, en cualquier caso, a una enseñanza (más) comunicativa? Idealmente, supongo, debería dárseles la posibilidad de estudiar tan a la antigua (si se me permite la licencia) como quieran, dado, además, que no ha de faltarles dónde hacerlo, sino más bien al revés. A esto puede objetarse, y es cierto, que no sucede así cuando el alumno quiere lo contrario, una enseñanza moderna, ni en la de otras lenguas extranjeras, donde no le incumbe a él decidir si quiere aprender a hablar o prefiere en cambio dejarlo, llegado el caso, para más adelante (en otra vida, tal vez).
Quien dice aprender el alifato en dos días, como parecen echar en falta algunos, dice no dejar para mañana toda la gramática tabular que puedas ver hoy, ni ser obligado a hablar un dialecto (el más a mano, carente, para colmo, de exotismo y encanto alguno) o importunado con actividades comunicativas, evaluaciones orales, etc., que se juzgan ociosas cuando no embargantes.
No tengo, como se puede ver, una respuesta, pero sí la convicción de que todos los alumnos merecen la mejor enseñanza posible, y de que incluso la concebida como una autopsia es mejorable (ya Ribera, por cierto, habló en su día de destripar conejos).
Al diseñar el cuestionario, no se incluyó en el apartado 5, como propósito, el "comunicarse con los árabes", esperando ver cuántas personas lo introducían en el ítem "j. Otras razones (especificar cuáles)". El hecho de que nadie lo haya mencionado podría entenderse como parte de esa especie de "ansiedad" que viene tradicionalmente produciendo en occidente el mundo árabe: por un lado, sentimos una enorme atracción por su cultura, mientras que se detecta un cierto componente de xenofobia hacia sus individuos. Abundando en esta idea, la gran diferencia de porcentaje en la preferencia de la destreza de leer (51.7%) sobre la de hablar (34.2%), parece reflejarse una voluntad de acercamiento intelectual, más que vital y de contacto humano hacia esta cultura. Sobre todo cuando la crítica más frecuente que se le viene haciendo a los estudios de árabe en España es causada por la frustración generalizada de los estudiantes que descubren que son incapaces de hablar con fluidez en árabe una vez terminados sus estudios.Cabría preguntarse así si anómala, como insinuaba ya en aquellas entradas, no es tanto la oferta docente como esa demanda discente, y si el vigor de que goza la enseñanza mayoritaria, entre incomunicativa (recluida aún en el estudio de la gramática y el ejercicio de la traducción) y pseudocomunicativa (atribuyendo al árabe clásico funciones comunicativas que no tiene), no podría deberse, al menos en parte, a la propia actitud y conformidad de una mayoría de estudiantes, de cuya sinceridad ante las encuestas, y por tanto de la validez de las mismas, no hay por qué dudar, como decía, pero sí tal vez del alcance de su compromiso con el objetivo de la comunicación: preguntados al respecto, pocos serán los alumnos que se manifiesten abiertamente indiferentes, o reacios incluso, a comunicarse en árabe (aunque haberlos, haylos), pero también son pocos, tengo la impresión, los que asumen que llegar a hacerlo requiere la misma disposición y práctica que despliegan en otros aspectos, menos sociales, del aprendizaje. Entre los propios arabistas no es raro encontrar quienes admiten echar de menos en sí mismos esa competencia comunicativa, carencia que suelen achacar más a su trayectoria académica o vital, y sobre todo a no haber residido cierto período de tiempo en un país árabe, que a su motivación o actitud personal hacia la comunicación, aunque tampoco faltan quienes reivindican sin complejos un conocimiento exclusivamente teórico y libresco del idioma, desacreditado hoy en día hasta en el caso del latín y el griego clásico (idioma este último, por cierto, huyendo del cual han desembarcado en el árabe no pocos arabistas).
La observación no es baladí, porque del mismo modo que una enseñanza más clásica (basada, para entendernos, en lo que Bonilla Carvajal recomienda denominar técnica gramática-diccionario, más que método Gramática-Traducción; o centrada exclusivamente en el árabe estándar) hace un flaco servicio a los estudiantes que aspiran a hablar árabe, como dice Jeremy Palmer, no es descabellado pensar que una más comunicativa se lo haga también a aquellos cuyo interés en hablarlo es puramente nominal o no conlleva, dicho de otro modo, el compromiso necesario para lograrlo.
Una vez admitido que ambos tipos de motivación existen, una más comunicativa y otra más interpretativa, una más integrativa y otra más instrumental, aunque en una proporción difícil de precisar, resta preguntarse si son también necesarios o convenientes dos tipos de enseñanza, dándose además la circunstancia, paradójica en apariencia, de que la más extendida hasta ahora, con diferencia, es también la que más aleja al árabe de otras lenguas extranjeras, en cuya enseñanza sería extraño observar la misma renuncia, implícita o explícita, a la comunicación. Aquí habrá, por supuesto, quien traiga a colación la diglosia, aun cuando sería más bien su extinción, en caso de producirse, la que justificaría una enseñanza separada (al menos en lo curricular, como sucede con el griego clásico y el moderno, ya que en lo metodológico es evidente la tendencia a seguir y aplicar principios comunes, válidos para el aprendizaje tanto de lenguas vivas como muertas). No se puede obviar, además, el hecho de que esa segregación suele tener algo de artera, amén de inconsecuente, por cuanto entre quienes enseñan el árabe como una lengua muerta son mayoría, me da la sensación, los que dejan o hacen creer a sus alumnos lo contrario, en aras de la corrección política (y lingüística).
Al lector no se le escapará, confío, lo absurdo de preguntarse si esa enseñanza inveterada y preponderante, cuyo objetivo declarado o no sigue siendo formar arabistas capaces de descifrar, más que de traducir, y de picotear argumentos lingüísticos aquí y allá, más que de hablar, tiene derecho a coexistir con una que pretende homologar el árabe a otras lenguas extranjeras pero se halla apenas en ciernes. Sin embargo, la cuestión no deja de ser pertinente. Dado que esta convivencia, en extremo desigual, no lleva visos de invertir sus términos a medio o corto plazo, y menos aún de disolverse a favor del más débil, ¿cuál debería ser, por decirlo así, la reacción de David cada vez que el hondazo se vuelve contra él en lugar de descalabrar a Goliat?
Algunos alumnos, p. ej., consideran una pérdida de tiempo dedicar todo un cuatrimestre o más a aprender el alifato. Esto puede deberse al material empleado, p. ej., si se trata de ¡Alatul! (Madrid, 2010), cuyo énfasis en "la enseñanza del sistema de escritura del árabe" va quizá en detrimento de una "iniciación a la lengua árabe", subtítulo de la obra, más atractiva, equilibrada y respetuosa con el orden de adquisición de las destrezas, y puede causar en el alumno la impresión de pasarse meses aprendiendo a leer y poco más. ¡Alatul!, como se explica en la presentación de la obra (p. 8), "es la tercera revisión de un trabajo colectivo que vio la luz por vez primera en 1998", inspirado claramente en el Alif Baa de K. Brustad, M. Al-Batal y A. Al-Tonsi (Washington D.C., 1995) y bajo un título que ya anunciaba ese énfasis, al tiempo que cierta contradicción en el propósito general: Hayya natakallam al-'arabiyya. Cuaderno para leer y escribir árabe. En la segunda, publicada en formato PDF como Paso a paso, tuve la ocasión de colaborar gracias a la amable invitación de los autores, V. Aguilar, M.A. Manzano y J. Zanón, quienes volvieron a contar conmigo para esta tercera y última revisión, que a mi modo de ver sólo tenía sentido si la obra dejaba de ser, de una vez por todas, esa cartilla o catón de partida y se convertía en un verdadero curso inicial. Huelga decir que la alquimia no se produjo en mi opinión, y quizá tampoco en la de esos alumnos a los que me refería al principio, aunque su impaciencia, que es a lo que iba, puede deberse igualmente a la creencia de que para leer y escribir basta con aprenderse las letras (es decir, a identificarlas y garabatearlas) y su valor aproximado, cosa que mi generación hacía supuestamente en dos o tres días con la inestimable ayuda de una tabla, sacada de una gramática, y un escaso o nulo interés por la dicción, presente ya en las Orationes Tres de Linguarum Ebraeae atque Arabicae Dignitate (1621) de Thomas Erpenius: la pronunciación del árabe, viene a decir el célebre orientalista, puede adquirirse fácilmente si a uno le toca vivir entre nativos; si no, no tiene por qué ser perfecta, "cum nec populo in hisce locis Arabice imponere nec Oratores Arabici videri velimus" (p. 89-90), es decir, salvo que con el árabe uno pretenda, parafraseando a Cicerón, engañar a la gente y pasar por un orador. Todo ello, me atrevería a resumir, de un modo no muy diferente de como aprenden a leer y copiar jeroglíficos los egiptólogos.
De la tabella de Erpenius (1613) a las fotocopias con que yo estudiaba (1990) |
Quien dice aprender el alifato en dos días, como parecen echar en falta algunos, dice no dejar para mañana toda la gramática tabular que puedas ver hoy, ni ser obligado a hablar un dialecto (el más a mano, carente, para colmo, de exotismo y encanto alguno) o importunado con actividades comunicativas, evaluaciones orales, etc., que se juzgan ociosas cuando no embargantes.
No tengo, como se puede ver, una respuesta, pero sí la convicción de que todos los alumnos merecen la mejor enseñanza posible, y de que incluso la concebida como una autopsia es mejorable (ya Ribera, por cierto, habló en su día de destripar conejos).