30 de abril de 2011

Hacer el álif con un canuto

محيي الدين اللباد، ألفبائية فلسطين (ألف)، 1985
La didáctica del árabe suele ser una dedicación muy reconfortante pero también (ya sé, como tantas otras) bastante desagradecida, en el sentido de que sigue careciendo, tengo la impresión, del reconocimiento que merece entre quienes se dedican a los llamados estudios árabes e islámicos. Sucede con ella, hasta cierto punto, lo que con la educación primaria: que en muchas sociedades no recibe aún la atención y la consideración necesarias. Salvo en el caso tal vez de las gramáticas y los diccionarios (no siempre tan didácticos como cabría pensar), muchos de los resultados materiales de este quehacer suelen considerarse poco menos que menores, debido quizá a su apariencia simple, infantil incluso, engañosamente lógica, elemental y... de cajón. Pero quienes se devanan los sesos pensando cómo enseñar más y mejor en menos tiempo saben de buena tinta que esa naturalidad, esa sencillez y falta de sofisticación son tan necesarias de cara al alumno como ficticias a ojos del experto. Así, no ha de extrañar que muchos alumnos metidos a expertos sucumban a la tentación (y a la conveniencia) de creer que la lengua se enseña poco menos que por sí misma y que los aciertos didácticos de terceros no son tales, sino que vienen dados por una especie de sentido común y anónimo que obra automáticamente en todos nosotros. Como no ha de extrañar que, para muchos, seleccionar el texto, la canción o el vídeo adecuados para una clase, sea más cuestión de suerte que de profesionalidad y no pueda compararse, qué digo yo, con cualquiera de las especialidades típicamente orientalistas, cargadas de erudición al uso pero sin más aplicación práctica (y si me apuran, teórica) que la de figurar como perfiles de unas plazas docentes convocadas a medida del candidato favorito y de espaldas a las necesidades del resto del mundo.

2 de abril de 2011

El traje nuevo del césar

Camisa talismán de Murad III, en
Hülya Tezcan, Tılsımlı Gömlekler, 2011
Dice César Vidal, conocido histeriador y comentarista, a propósito de un artículo publicado en The New York Times ("In Troubled Spain, Boom Times for Foreign Languages"), que "en la Universidad [española] —que debería dar ejemplo— los profesores políglotas brillan por su ausencia", a diferencia de él, que según El Mundo "habla ocho idiomas y traduce 16" (me pregunto si aparte o contando los ocho primeros y, en cualquiera de los casos, qué ha de entenderse en él por hablar y traducir); y para rematar añade, volviéndose a los arabistas, que conoce a "más de uno que más allá de la Alianza de civilizaciones no sabe nada de nada". Y lo decía ayer, primero de abril, en que distintos países (y algún que otro espabilado) celebraban su día de los Inocentes, como los anglosajones, p. ej., el llamado April Fools' day.

Hipérboles aparte, acierta el comentarista, y al César lo que es del César, al insinuar que hay arabistas que no saben árabe, es decir, hablarlo, que es como haber estudiado solfeo, saberse cuántas teclas tiene un piano y a qué nota corresponde cada una, pero no pasar de tocar en él los compases iniciales del Para Elisa de Beethoven, y aun eso con el tempo cambiado. Fácilmente se comprenderá que un pianista así puede estar en condiciones de escribir una biografía del compositor alemán o de editar una partitura suya desconocida, y que está en su derecho de amar a Satie o detestarlo, pero que en ningún caso debería dar un concierto (cosa que, si es mínimamente cuerdo, se guardará de hacer) y, sobre todo, ser profesor de piano en un conservatorio, como sí sucede sin embargo en el caso del árabe, sin que nadie (en apariencia) eche en falta la música o sea tildado de indocente.